jueves, 3 de marzo de 2011

EL MANIFIESTO DE LOS 2300

 
 
Los abajo firmantes, intelectuales y profesionales que viven y trabajan en Cataluña, conscientes de nuestra responsabilidad social, queremos hacer saber a la opinión pública las razones de nuestra profunda preocupación por la situación cultural y lingüística de Cataluña. Llamamos a todos los ciudadanos demócratas para que suscriban, apoyen o difundan este manifiesto, que no busca otro fin que restaurar un ambiente de libertad, tolerancia y respeto entre todos los ciudadanos de Cataluña, contrarrestando la tendencia actual hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades, lo que puede provocar, de no corregirse, un proceso irreversible en el que la democracia y la paz social se vean gravemente amenazadas.

No nace nuestra preocupación de posiciones o prejuicios anticatalanes, sino del profundo conocimiento de hechos que vienen sucediéndose desde hace unos años, en que derechos tales como los referentes al uso público y oficial del castellano, a recibir la enseñanza en la lengua materna o a no ser discriminado por razones de lengua (derechos reconocidos por el espíritu y la letra de la Constitución y el Estatuto de Autonomía), están siendo despreciados, no sólo por personas o grupos particulares, sino por los mismos poderes públicos sin que el Gobierno central o los partidos políticos parezcan dar importancia a este hecho gravísimamente antidemocrático, por provenir precisamente de instituciones que no tienen otra razón de ser que la de salvaguardar los derechos de los ciudadanos.

No hay, en efecto, ninguna razón democrática que justifique el manifiesto propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña, tal como lo muestran, por ejemplo, los siguientes hechos: presentación de comunicados y documentos de la Generalidad exclusivamente en catalán; uso casi exclusivo del catalán en reuniones oficiales, con desprecio público del uso del castellano, como ha ocurrido en el mismo Parlamento Catalán, en el que un parlamentario abandona ostensiblemente airado la sala en cuanto alguien hablaba en castellano; nuevas rotulaciones públicas exclusivamente en catalán; declaraciones de organismos oficiales y de responsables de cargos públicos que tienden a crear confusión y malestar entre la población castellanohablante, como las recientes del Colegio de Doctores y Licenciados de Cataluña y otras emanadas de responsables de las Consejerías de Cultura y Educación de la Generalidad; proyectos de leyes, como el de «normalización del uso del catalán», tendentes a consagrar la oficialidad exclusiva del catalán a corto o medio plazo, &c.

Partiendo de una lectura abusiva y parcial del artículo 3 del Estatuto, que habla del catalán como «lengua propia de Cataluña» –afirmación de carácter general y no jurídico–, se quiere invalidar el principio jurídico que el mismo articulado define a renglón seguido al afirmar que el castellano es también lengua oficial de Cataluña. No podemos aceptar su desaparición de la esfera oficial, sencillamente porque la mitad de la población de Cataluña tiene como lengua propia el castellano y se sentiría injustamente discriminada si las instituciones no reconocieran –de hecho– la oficialidad de su lengua. El principio de cooficialidad, pensamos, es jurídicamente muy claro y no supone ninguna lesión del derecho a la oficialidad del catalán, derecho que todos nosotros defendemos hoy igual que hemos defendido en otro tiempo, y acaso con más voluntad que muchos de los personajes públicos que ahora alardean de catalanistas.

No nos preocupa menos contemplar la situación cultural de Cataluña, abocada cada día más al empobrecimiento, de continuarse aplicando la política actual tendente a proteger casi exclusivamente las manifestaciones culturales hechas en catalán, como lo mostraría una relación de las ayudas económicas otorgadas a instituciones oficiales o particulares, grupos de teatro, revistas, organización de actos públicos, jornadas, conferencias, &c. La cultura en castellano empieza a carecer de medios económicos e institucionales no ya para desarrollarse, sino para sobrevivir. Esta marginación cultural se agrava si pensamos que la mayoría de la población castellanohablante está concentrada en zonas urbanísticamente degradadas, donde no existen las más mínimas condiciones sociales, materiales e institucionales que posibiliten el desarrollo de su cultura. Resulta en este sentido sorprendente la idea, de claras connotaciones racistas, que altos cargos de la Generalidad repiten últimamente para justificar el intento de sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los emigrantes.

Se dice sin reparo que esto no supone ningún atropello, porque los emigrantes «no tienen cultura» y ganan mucho sus hijos pudiendo acceder a alguna. Sólo una malévola ignorancia puede desconocer que todos los grupos emigrantes de Cataluña proceden de solares históricos cuya tradición cultural en nada, ciertamente, tiene que envidiar a la tradición cultural catalana, si más no, porque durante muchos siglos han caminado juntas construyendo un patrimonio cultural e histórico común. Que una desgraciada situación económica y social obligue a ciento de miles de familias a dejar su tierra, es ya lo bastante grave como para que, además, quiera acentuarse su despojo con la pérdida de su identidad cultural. Cuando esta situación se da, cumple a la sociedad el remediar en los hijos la injusticia cometida con sus padres. Nadie, sea cual sea su origen, nace culto, pero todos nacen con el inalienable derecho a heredar y acrecentar la cultura que sus padres tuvieron o debieron tener.

Nadie nace con una lengua, pero todos tienen derecho a acceder a la cultura mediante ese vínculo afectivo que une al niño con sus padres y que, además, comporta toda una visión del mundo: su lengua. Que este principio pedagógico elemental tenga que ser hoy reivindicado en Cataluña prueba nuevamente la gravedad de la situación. Resulta, por tanto, insostenible la torpe maniobra de pretender que esa inmensa mayoría de emigrantes, que comparte la lengua castellana, no forma una comunidad lingüística y cultural, sino que sólo posee retazos de culturas diversas reducidas a folklore. Que digan esto los mismos y razonables defensores de la unidad idiomática de Cataluña, Valencia y Baleares –unidad si acaso, menor que la de las diversas hablas del castellano– resultaría risible si la intención no fuera disgregar esa conciencia cultural común. ¿Habrá que recordar que pertenecemos a una comunidad lingüística y cultural de cientos de millones de personas y que la lengua de Cervantes, en la actualidad, no es ya el viejo romance castellano, sino el fruto de aportaciones de todos los pueblos hispánicos? ¿En virtud de qué principio puede negarse a los hijos de los emigrantes de cualquier lugar de España el acceso directo a esa lengua y a ese patrimonio cultural? ¿Acaso en nombre del mismo despotismo que pretendió borrar de esta misma tierra una lengua y una cultura milenarias?

La historia prueba que esto fracasa. No parece, por tanto, que la integración que se busca pretenda otra cosa que la sustitución de una lengua por otra, sustitución que ha de realizarse «de grado o por fuerza», como se empieza a decir, mediante la persuasión, la coacción o la imposición según los casos, procurando, eso sí, que el proceso sea «voluntariamente aceptado» por la mayoría. Se dice que la coexistencia de dos lenguas en un mismo territorio es imposible y que, por tanto, una debe imponerse a la otra; principio éste no sólo contrario a la experiencia cotidiana de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña –que aceptan de forma espontánea la coexistencia de las dos lenguas–, sino que, de ser cierto, legitimaría el genocidio cultural de cerca de tres millones de personas. Se suele presentar en contra de las afirmaciones dichas hasta aquí, el hecho conocido de que gran parte de los medios de comunicación (cine, televisión, prensa), siguen expresándose en castellano, por lo que esta lengua no corre ningún peligro.

No creemos que pueda ser negativo el que existan medios de comunicación que se expresen en castellano; si acaso, sería deseable que su castellano fuera mejor y que no informaran tan poco y tan mal sobre la comunidad de lengua castellana y sus problemas. Lo único negativo sería que no se crearan otros tantos medios, o más, de expresión en catalán. Por otra parte, de esta falta de medios de comunicación en catalán no son responsables los castellanohablantes. Póngase remedio a esta situación en sentido positivo, construyendo y desarrollando la lengua y cultura catalanas, y no intentando empobrecer y desprestigiar la lengua castellana. Se evidencia cierta falta de honestidad para afrontar las verdaderas causas lingüísticas, culturales y políticas que puedan impedir el desarrollo de la cultura catalana en este intento de culpabilizar a los castellanohablantes de la situación por la que atraviesa la lengua catalana. Hay, por ejemplo, razones comerciales evidentes a las que nunca se alude y cuya responsabilidad no recae precisamente en los no catalanes. No podemos pasar por alto en este análisis la situación de la enseñanza y los enseñantes.

El ambiente de malestar creado por los decretos de traspasos de funcionarios ha puesto de manifiesto una problemática a la que ni el Gobierno central ni el Gobierno de la Generalidad quieren dar una respuesta seria y responsable. No se quiere reconocer la existencia de dos lenguas en igualdad de derechos y que, por tanto, la enseñanza ha de organizarse respetando esta realidad social bilingüe, mediante la aplicación estricta del derecho inalienable a recibir la enseñanza en la propia lengua materna en todos los niveles.

El derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna castellana ya empieza hoy a no ser respetado y a ser públicamente contestado, como si no fuera este derecho el mismo que se ha esgrimido durante años para pedir, con toda justicia, una enseñanza en catalán para los catalanoparlantes. De llevarse adelante el proyecto de implantar progresivamente la enseñanza sólo en catalán –no del catalán, que indudablemente sí defendemos–, los hijos de los emigrantes se verán gravemente discriminados y en desigualdad de oportunidades con relación a los catalanoparlantes. Esto supondrá, además, y como siempre se ha dicho, un «trauma» cuya consecuencia más inmediata es la pérdida de la fluidez verbal y una menor capacidad de abstracción y comprensión. Se intenta defender la enseñanza exclusivamente en catalán con el argumento falaz de que, en caso de que se respetara también la enseñanza en castellano, se fomentaría la existencia de dos comunidades enfrentadas.

Falaz es el argumento porque el proyecto de una enseñanza sólo en catalán puede ser acusado –y con mayor razón– de provocar esos enfrentamientos que se dice querer evitar. Se quiere ignorar, por otra parte, que actualmente ya existe esa doble enseñanza en castellano y catalán, para demostrar lo cual bastaría hacer una estadística de los colegios en los que se dan clases exclusivamente en catalán y aquéllos en los que se sigue dando en castellano.

Mayor causa de enfrentamientos será, indudablemente, que se respeten los derechos lingüísticos de unos y no los de otros. Tampoco podrán achacarse a la coexistencia de las dos lenguas los posibles conflictos nacidos de las diferencias sociales que coinciden en gran parte con las existentes entre catalano y castellanohablantes. Desde esta perspectiva no cabe duda de que la lengua se ha convertido en un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer, aunque la deuda que la sociedad catalana tiene para con la emigración sea inmensa y en justicia merezca mucho mejor trato. Sin embargo, en este momento de crisis el conocimiento del catalán puede ser utilizado –y ya lo está siendo–, como arma discriminatoria y como forma de orientar el paro hacia otras zonas de España. En efecto, el ambiente de presiones y de malestar creado ha originado ya una fuga considerable no sólo de enseñantes e intelectuales, sino también de trabajadores.

No es menos criticable el acoso propagandístico creado en torno a la necesidad de hablar catalán si se quiere «ser catalán» o simplemente vivir en Cataluña. Se ha pretendido con esta propaganda identificar a la clase obrera con la causa nacionalista, y aunque se ha fracasado en este empeño, la mayoría de los trabajadores se están viendo obligados a aceptar que las expectativas, no ya de promoción social, sino simplemente de que sus hijos prosperen, no pueden pasar por serlo. Se llega así a la degradante situación de avergonzarse de su origen o su lengua ante los propios hijos, a cambiarles el nombre, &c. Esta humillante situación constituye una afrenta a la dignidad humana y es hora ya de denunciarla públicamente.

Mientras no se reconozca políticamente la realidad social, cultural y lingüísticamente plural de Cataluña y no se legisle pensando en respetar escrupulosamente esta diversidad, difícilmente se podrá intentar la construcción de ninguna identidad colectiva. Cataluña, como España, ha de reconocer su diversidad si quiere organizar democráticamente la convivencia. Es preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando castellano. Sólo así podrá empezarse a pensar en una Cataluña nueva, una Cataluña que no se vuelque egoísta e insolidariamente hacia sí misma, sino que una su esfuerzo al del resto de los pueblos de España para construir un nuevo Estado democrático que respete todas las diferencias.

No queremos otra cosa, en definitiva, para Cataluña y para España, que un proyecto social democrático, común y solidario.

Barcelona, 25 de enero de 1981

Firman: Amando de Miguel, Carlos Sahagún, Federico Jiménez Losantos, Carlos Reinoso, Pedro Penalva, Esteban Pinilla de las Heras, José María Vizcay, Jesús Vicente, Santiago Trancón, Alberto Cardín y 2.300 firmas más.


miércoles, 2 de marzo de 2011

¿ESTADOS UNIDOS HACIA LIBIA?

 


Han hecho por falta 4 años de presidencia Obama para saber de primera mano lo que él hace cuando se le presenta una crisis internacional inesperada que exige de intervención inmediata para salvar vidas norteamericanas. Los estadounidenses tuvieron su respuesta cuando unos terroristas inspirados por al Qaeda irrumpieron y prendieron fuego a la legación diplomática norteamericana y su edificio anexo de Inteligencia en Bengasi, Libia, asesinando al embajador norteamericano, a un funcionario del servicio exterior y a dos antiguos efectivos SEAL, y allanando unas instalaciones que albergaban secretos estadounidenses de naturaleza sensible.

Los estadounidenses objeto de los ataques en Libia solicitaron refuerzos con carácter de urgencia a sus superiores de Washington. Sus peticiones fueron rechazadas, presumiblemente por el Presidente Obama, que es quien tiene la última palabra en esos asuntos. El episodio pasará desde luego a la historia como uno de los más vergonzosos de los Estados Unidos, sobre todo teniendo en cuenta que la función más sagrada del Presidente es proteger a la ciudadanía.
Estados Unidos no debe entrar en un conflicto militar a menos que la seguridad nacional norteamericana se vea amenazada
Los terroristas, armados con AK-47, morteros y lanzagranadas, iniciaron el atentado en torno a las nueve y media hora de Libia en el aniversario del 11 de Septiembre, mientras Presidente Obama, Vicepresidente Biden y Secretario de Defensa Panetta se reunían en el Despacho Oval para mantener una reunión informativa fijada con anterioridad.

El ataque se prolongó durante unas 7 horas aproximadamente, y sin duda fue contemplado en su totalidad por altos funcionarios de la Casa Blanca, del Pentágono, el Departamento de Estado y la Inteligencia norteamericana en tiempo real a través de cámaras de infrarrojos y las cámaras de un vehículo no tripulado al menos.

El atentado de Bengasi tiene a muchos estadounidenses planteándose: (1) el sentido de la aventura militar del Presidente Obama en una Libia rica en crudo sin la aprobación de la cámara baja, con el fin de derrocar a un tirano que no representaba ninguna amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos; (2) la razón de que el Departamento de Estado retirase del país al equipo de las Fuerzas Especiales norteamericanas integrado por 16 efectivos confiando a las milicias locales (grupos armados) la seguridad de las misiones diplomáticas norteamericanas en Libia, cuando el embajador estadounidense que perdió la vida, Chris Stevens, había solicitado efectivos estadounidenses; (3) la razón de que el Departamento de Estado no elevara la seguridad en las instalaciones y en otros lados con motivo del aniversario del 11 de Septiembre; (4) la razón de que fuerzas estadounidenses de intervención rápida y vehículos armados no fueran enviados a Bengasi desde las bases militares norteamericanas regionales a rescatar a los americanos; y (5) el motivo de que un desfile de funcionarios de la Casa Blanca y el Departamento de Estado fueran despachados a la prensa y la televisión a culpar de los ataques a una manifestación espontánea contra una película anti-musulmana que se salió de madre.

El atentado de Bengasi horroriza al equipo de asesores electorales de Obama y a la Casa Blanca. Durante más de un año, presentaron la operación de Libia aprobada por la OTAN y por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como el modelo de la cooperación internacional, la intervención que liberaba a los libios de un tirano y llevaría la democracia a la población. Para consolidar las credenciales del Presidente Obama en materia de seguridad, también pregonaron que al Qaeda se encontraba al borde de la derrota tras la muerte de Bin Laden. Al hacerlo, pasaron por alto las difíciles lecciones de historia que alertan contra ver lo que se quiere ver en lugar de ver las cosas como realmente son, algo letal.

Después de que el recién nombrado embajador norteamericano en Libia Chris Stevens llegara a su destino en mayo, informó de que el clima allí era "impredecible, volátil y violento". Durante el período post-Gadafi, Estados Unidos documentó más de 200 incidentes de seguridad (atentados con armas de fuego y explosivos), que incluyen atentados en Bengasi contra el embajador británico, la sede de Cruz Roja internacional y la embajada norteamericana. El informe de agosto de 2012 'Al Qaeda en Libia: perfil', encargado por una oficina especializada del Departamento de Defensa y facilitado por la Biblioteca del Congreso, documenta más en profundidad la proliferación de al Qaeda.

¿Cuáles son las lecciones a sacar, y las futuras intervenciones que hacen falta para responder, a Bengasi?

Una es que Estados Unidos no debe entrar en un conflicto militar a menos que la seguridad nacional norteamericana se vea amenazada, y que tenga la aprobación del Congreso de los Estados Unidos, cosas que no se dieron en el caso de la intervención militar libia de Obama. Es mucho mejor que los representantes electos del pueblo estadounidense debatan y tomen decisiones bélicas y fijen los parámetros jurídicos, antes que haya un reducido grupo de funcionarios de la administración en las Naciones Unidas y la OTAN con burócratas de intereses y agendas distintas.
En la actualidad hay infraestructuras en 148 instalaciones del Departamento de Estado, pero en Libia no
En segundo lugar, Estados Unidos debe tener infraestructuras de seguridad militar como el Grupo de Seguridad Diplomática de los Marines, cuya misión consiste en proteger a los estadounidenses y la información clasificada destacados en las misiones diplomáticas norteamericanas en el extranjero allí donde exista información contrastada de un riesgo significativo para el personal diplomático. Su mera presencia puede disuadir y/o repeler atentados como los de Bengasi. En la actualidad hay infraestructuras en 148 instalaciones del Departamento de Estado, pero en Libia no.
En tercer lugar, Estados Unidos nunca debe de dudar a la hora de utilizar la fuerza militar para salvar vidas norteamericanas, ni siquiera cuando el gobierno anfitrión ponga reparos. Las fuerzas militares norteamericanas y el armamento aerotransportado podrían haber llegado a Bengasi desde las bases norteamericanas regionales en menos de dos horas.

En cuarto, el Presidente Obama debería de seguir los pasos de Harry "yo soy el responsable" Truman y aceptar la responsabilidad de la catástrofe libia. También tiene la obligación de informar al pueblo estadounidense del funcionario de la administración que negó el apoyo militar a los que estaban sitiados en Bengasi, en lugar de seguir haciéndose el sueco.

En quinto lugar, el Presidente Obama debe solicitar a su fiscal general que abra una investigación independiente para examinar todas las facetas de los atentados de Bengasi. La investigación actualmente abierta por el Departamento de Estado y promocionada por el presidente no va a satisfacer a muchos estadounidenses a causa de los intereses y las declaraciones encontradas entre funcionarios del Departamento como la Secretario Clinton, la embajadora ante las Naciones Unidas Susan Rice o la responsable del servicio exterior norteamericano Susan Johnson (que representa a más de 31.000 funcionarios de exteriores en activo o jubilados) entre otros, que perpetraron públicamente el mito de la administración de que un vídeo anti-musulmán desconocido era el catalizador de los atentados.

Por último, la situación de Bengasi exigía valor, rapidez, decisión y buen juicio a la hora de salvar vidas norteamericanas. Tristemente, el Presidente Obama no manifestó ninguno de esos rasgos en aquella fecha fatídica, prefiriendo dar la espalda mejor a las súplicas de ayuda de unos estadounidenses fuertemente superados en número y armamento. Es un error que ningún comandante en jefe futuro puede repetir.
 
 
 

EN BENGASI

 
 
En Libia, la revolución se hecho más dolorosa, la reacción del estrafalario dictador ha convertido la presión en una guerra cruenta en la que está masacrando al pueblo. La UE (Unión Europea) no ha reaccionado, porque no existe, es un desideratum que no tiene entidad y la ONU, ahora, tarde y mal, cuando ya los muertos y las bombas se amontonan, viene con que hay que intervenir: “Haga lo que haga, Gadafi se tiene que marchar”, dice el Secretario General de la ONU Ban Ki-Moon, y permite los ataques de una pequeña coalición de aliados con un triple propósito: Cortar la represión que ha entablado el dictador, desalojarlo del poder y propiciar la transición democrática.
 
Tal coalición euroamericana, mal llamada Comunidad Internacional, se compone de unos cuantos países que se han lanzado a la guerra, otros han dicho que vale, pero que ellos no se meten y otros han mirado a otro lado; esta oligarquía económica internacional está empeñada en que la democracia modelo yankee-europeo sea el único sistema político posible en el planeta.

Francia, con su intención de mantener una zona de influencia en el Chad y ese área de África, se ha lanzado a una aventura que, de tener éxito, finalizará con un gobierno títere, probablemente, más de EE.UU que de Francia. Unos EE.UU que parecían inicialmente remisos al ataque y unos aliados que no se veían muy unidos y que andan discutiendo si la OTAN asume el mando e interviene en la operación, a la que la Liga Árabe, Rusia y China se han opuesto; es la constante colisión de civilizaciones -no alianza-. Así, mientras observamos la ascensión de China, el poder de Occidente declina respecto a esas y otras civilizaciones, las cuales intentan, y ya con éxito, servirse de esa debilidad para hacer de contrapoder.

Y, en estas, Zapatero, el del “no a la guerra”, se precipita sin reflexión y sin la autorización del Parlamento, e implica a España en esa guerra de derribo de Gadafi. Aquel se pegó a Bush, Este, a Sarkozy, para salvar la fuente del petróleo, antes que vuele hacia otras manos. Ha ofrecido soldados, barcos y aviones españoles además de las bases de Morón y Rota, contra el payaso dictador, sátrapa sanguinario, al que le exigen dejar el poder y salir fulminado sin más iniciativa y sin vuelta atrás.
 
De nuevo, ZP –con cinco millones de parados y las arcas en ruina- nos pone en el punto de mira del terrorismo islámico; los talibanes han condenado el ataque aliado contra Libia por considerarlo una ofensiva “aventurera”, una injerencia de las potencias occidentales en los asuntos internos del país. ¿Dónde están los titiriteros de la “zeja”, los pseudointelectuales que jaleaban contra la guerra de Irak y que hoy, hipócritas, van danzando con un “sí a la guerra” en Libia?

El Vicario Apostólico de Libia, Mons. Martinelli, mostrando su oposición a las acciones militares, pues “la guerra no resuelve nada”, ha defendido que se debió dar una oportunidad a la vía diplomática, para resolver la crisis pacíficamente; “es necesario que cesen las armas y se inicie de inmediato una mediación”, dijo. Esta es la postura que tenía que haber adoptado el PP.
 
Aunque la caída de un tirano siempre es deseable, si con ello no llega otro peor, cosa harto posible en esa sociedad; la intervención de las democracias occidentales a favor de las libertades en los países con regímenes totalitarios debe ser continua y con todas ellas sin distinciones. Gadafi es ya un perdedor cuyo destino está sellado no sólo por su presente sino por su pasado, lo sensato es acabar cuanto antes con el tirano; esa será la voluntad de Sarkozy, y probar que Francia tiene condición de potencia mediana, pero feroz.

El terremoto de Japón ha alterado, dicen, el eje de rotación de la tierra y su masa. Hay quienes creen, que la historia de las civilizaciones también ha tenido un vuelco en su devenir. Un Japón en dificultades y una Europa demográficamente caduca, en declive e invadida por esa civilización extraña que es el Islam abren las velas a otros rumbos y otros puertos. Aún grita Catón su “Delenda est Cartago”.     

Ha pasado un año desde que una grabación con teléfono móvil expusiera una de las últimas humillaciones a las que fue sometido Muamar el Gadafi antes de morir. Decenas de vehementes guerrilleros celebraban la captura del coronel en la ciudad de Sirte, tras varios meses de una cruenta guerra civil. Tres días después, ante un público mucho mayor, las nuevas autoridades libias festejaban en Trípoli el renacimiento de un país, que en doce meses ha conseguido borrar cuatro décadas de una enfermiza dictadura, pero que aún está lejos de esa ansiada libertad.

Lo que ocurrió aquel 20 de octubre todavía hoy es un misterio. Los líderes del Consejo Nacional de Transición informaron entonces de que una bala perdida acabó con la vida de Gadafi, una explicación que nunca gozó de demasiada verosimilitud. Un informe de Human Rights Watch (HRW) sugiere estos días que el dictador fue torturado hasta la muerte después de su captura, junto al hijo del coronel, Mutasim Gadafi, y otros 66 guerrilleros fieles al régimen, que fueron también ejecutados.
El fin de la guerra no pudo ser sino violento, pero el cese de los combates no consiguió frenar las atrocidades. Las milicias que lucharon contra Gadafi se han cobrado venganza y han conseguido imponer la ley que marcan las armas, por lo que acabar con estos crímenes constituye el principal reto para las nuevas autoridades, según HRW. El ataque que se produjo hace un mes contra la embajada estadounidense en Bengasi, en el que murió el embajador norteamericano Chris Stevens, supuso un importante punto de inflexión en esta tarea.

Las autoridades libias respondieron con un ultimátum a las milicias para que abandonaran las armas, ofreciéndoles la posibilidad de integrarse en las fuerzas regulares. Una oferta que ha fracasado durante todo este año, debido a que miles de rebeldes han rechazado desvincularse del amparo de las brigadas. Ni siquiera se conoce realmente cuál es el material bélico en la clandestinidad, ya que gran cantidad de ese armamento fue robado a las Fuerzas Armadas de Gadafi, que nunca consiguió formar unas tropas sólidas pero sí un potente equipo.

También persisten algunos remanentes armados del antiguo régimen, como los que esta semana han sido asediados en la ciudad de Bani Walid por otras milicias vinculadas al Ejército actual. El poder de estos grupos, entre los que podría haber elementos yihadistas, preocupa a Estados Unidos, que ha aprobado la entrega de una ayuda económica a Libia para apoyar el desarme. Tanto la Casa Blanca como las autoridades libias sospechan que el ataque a la sede consular norteamericana fue obra de un grupo vinculado a Al Qaeda infiltrado en el país.

Parálisis política
La acción de las autoridades se ha visto frenada por su propia debilidad. Hace sólo una semana que el exdiputado independiente Ali Zeidan se convirtió en el nuevo primer ministro, sustituyendo a Mustafa Abu Sagur, que fue cesado un mes después de alcanzar el cargo ante su incapacidad para nombrar un Gobierno. Hasta ahora la única institución que los libios han conseguido formar el Consejo Nacional General, una cámara interina que debe elegir a los 60 representantes que redactarán la nueva Constitución.

La Alianza de Fuerzas Nacionales, una coalición formada por grupos considerados liberales y proocidentales, se impuso en estas elecciones a la marca política de los Hermanos Musulmanes en Libia. Aunque el sistema electoral, que otorga 120 escaños para candidatos independientes y 80 para los grupos políticos, limita que el poder recaiga en una fuerza hegemónica clara.
Hace unas semanas quien actuara como primer ministro del bando rebelde durante la guerra civil, Mahmoud Jibril, reconocía en una entrevista con El Confidencial que “en Libia no hay un Estado”, por lo que la reconstrucción del país será muy distinta al caso tunecino o egipcio, donde sí que existían unas instituciones. Jibril apostaba entonces por integrar a todos los grupos -incluidos “elementos terroristas, si los hubiera”- para garantizarles el futuro que hasta ahora nadie les ha ofrecido.

El poder omnímodo que concentró Gadafi ha dado paso a un vacío absoluto, que no ha sido capaz de resolver las grandes cargas que deja el legado del dictador. Su hijo, Saif al Islam, encarna a la perfección esa responsabilidad. El preferido del coronel continúa arrestado en la ciudad occidental de Zintan, ante el rechazo de los guerrilleros a entregarlo a La Haya y el empeño de los libios en juzgarlo en su propio territorio. También el Gobierno interino se ha mostrado desbordado ante el reto de cohesionar un territorio antes unido por la fuerza y ahora agitado por las reivindicaciones territoriales e incluso por la insumisión de las regiones más levantiscas como la Cirenaica, que llegó a amagar con su independencia.

Libia trata de reinventarse, después de haber vivido 42 años bajo el yugo del histriónico coronel. Arrasaron sus palacios, destruyeron sus megalómanos monumentos, cayeron sus estructuras y hasta cambió la enseña nacional, pero nadie ha conseguido abanderar el cambio. La producción de petróleo alcanza niveles similares a los registrados antes de la guerra, aunque Libia tiene ante sí el reto de garantizar la seguridad en su territorio y recuperar las inversiones. Pero hasta ahora quienes han dominado el país han sido los que se han mantenido al margen del Estado.
 
 

VIENTOS DE REVOLUCION

 
 
El año 2011 comenzó con una serie de explosiones de ira atronadoras de los pueblos árabes. ¿Va a dar inicio, con la primavera, una segunda fase del despertar del mundo árabe? ¿O bien estas revueltas van a ser pisoteadas y al final abortadas? En el primer caso, los progresos registrados en el mundo árabe serán necesariamente parte del movimiento de superación del capitalismo y el imperialismo en todo el mundo. Su fracaso mantendría al mundo árabe en su estado actual de periferia dominada, que le impediría erigirse en agente activo de la configuración del mundo.
Siempre es peligroso generalizar cuando se habla del mundo árabe, en la medida en que se ignora así la diversidad de las condiciones objetivas que caracterizan a cada país dentro de este conjunto. Por consiguiente, centraré mis siguientes reflexiones en Egipto, país del que podemos reconocer sin dificultad el importante papel que siempre ha desempeñado en la evolución general de la región.
La revolución egipcia en curso ilustra la posibilidad del anunciado fin del sistema neoliberal, objeto de cuestionamiento en todas sus dimensiones: política, económica y social. Este masivo movimiento del pueblo egipcio combina tres componentes activos: los jóvenes «repolitizados» por propia voluntad y en formas «modernas» que ellos mismos han inventado, las fuerzas de la izquierda radical y las fuerzas reunidas por los demócratas de clase media.
Los jóvenes (en torno a un millón de activistas) han sido la punta de lanza del movimiento. A ellos se unieron de inmediato la izquierda radical y los demócratas de clase media. Los Hermanos Musulmanes, cuyos dirigentes habían llamado a un boicot de las protestas los primeros cuatro días (persuadidos de que la represión las barrería) sólo aceptaron el movimiento más tarde, cuando la llamada, oída por todo el pueblo egipcio, había producido ya grandes movilizaciones de 15 millones de manifestantes.
Los jóvenes y la izquierda radical persiguen tres objetivos comunes: la restauración de la democracia (fin del régimen militar y policial), la instauración de una nueva política económica y social favorable a las clases populares (ruptura con las exigencias del liberalismo globalizado) y una política internacional independiente (ruptura con la sumisión a las exigencias hegemónicas de Estados Unidos y al despliegue de su control militar sobre el planeta). La revolución democrática a la que convocan es una revolución democrática, antiimperialista y social. Aunque el movimiento juvenil sigue diversificado en su composición social y sus expresiones políticas e ideológicas, en su conjunto se sitúa a la izquierda. Las rotundas manifestaciones espontáneas de simpatía con la izquierda radical dan testimonio de su orientación.
Globalmente, las clases medias se ubican en torno a un único objetivo de democracia, sin poner necesariamente en cuestión el mercado en su estado actual o el alineamiento internacional de Egipto. No debemos ignorar el papel de un grupo de blogueros que participan –a sabiendas o no– en una verdadera conspiración organizada por la CIA. Sus dirigentes son en su mayoría jóvenes de clase alta, americanizados en extremo, que sin embargo adoptan la pose de contestatarios contra las dictaduras existentes. El tema de la democracia, en una versión impuesta manipulada por Washington, domina sus intervenciones en la red. Con ello participan en la cadena de actores de las contrarrevoluciones orquestadas por Estados Unidos, bajo el disfraz de revoluciones democráticas, según el modelo de las revoluciones de colores de Europa del Este.
Sin embargo sería erróneo sacar la conclusión de que este complot es la causa de las revueltas populares. La CIA sigue tratando de torcer el sentido del movimiento, de alejar a los militantes de sus objetivos de transformación social progresista y encaminarlos hacia otros terrenos. Las posibilidades de éxito de este complot son altas si el movimiento en su conjunto fracasa en la construcción de convergencias entre sus diferentes componentes, en la identificación de objetivos estratégicos comunes y en la invención de formas de organización y acción efectivas. Hay ejemplos de este fracaso en Filipinas e Indonesia, por ejemplo. Es interesante señalar aquí que nuestros bloggers, que se expresan en inglés en vez de árabe, lanzados en defensa de la democracia a la americana, exponen con frecuencia argumentos de legitimación de los Hermanos Musulmanes.
La llamada a la protesta que hicieron los tres componentes activos del movimiento captó rápidamente los oídos de todo el pueblo egipcio. La represión, de una violencia extrema los primeros días (más de un millar de muertos) no desanimó a los jóvenes y sus aliados (que en ningún momento llamaron en su ayuda a las potencias occidentales como hemos visto en otros lugares). Su coraje fue el factor decisivo que llevó la protesta a todos los barrios de las ciudades, grandes y pequeñas, y pueblos; quince millones de manifestantes de manera permanente, durante días y días (y a veces noches). Este éxito político fulminante tuvo sus efectos: el miedo había cambiado de bando. Hillary Clinton y Obama descubrieron entonces que tenían que abandonar a Mubarak, a quien hasta entonces habían apoyado, mientras que los líderes del ejército salían del silencio, se negaban a tomar el relevo de la represión –poniendo a salvo así su imagen– y finalmente deponían a Mubarak y a algunos de sus principales secuaces.
La generalización del movimiento a todo el pueblo egipcio es en sí misma un reto positivo. Pues este pueblo, como todos los demás, está lejos de formar un conjunto homogéneo. Algunos de los segmentos que lo componen refuerzan, sin duda, la perspectiva de una radicalización posible. La entrada en la lucha de la clase trabajadora (alrededor de 5 millones de trabajadores) puede ser decisiva. Los trabajadores en lucha en las numerosas huelgas han hecho avanzar las formas de organización iniciadas en 2007.
 
Frente al movimiento democrático, el bloque reaccionario
Al igual que en el pasado período de crecimiento de las luchas, el movimiento democrático antiimperialista y social se enfrenta en Egipto a un bloque reaccionario de gran poder. Este bloque puede identificarse en términos de sus componentes sociales (de clases, obviamente), pero también debe identificarse en relación con los que definen sus medios de acción política y el discurso ideológico al servicio de dicha acción.
En términos sociales, el bloque reaccionario está dirigido por la burguesía egipcia en su conjunto. Las formas de acumulación dependiente de los últimos 40 años han propiciado la aparición de una burguesía rica, beneficiaria exclusiva de la desigualdad escandalosa que acompaña a este modelo liberal-globalizado. Se trata de decenas de miles no de empresarios creativos –como el discurso del Banco Mundial los presenta– sino de millonarios y multimillonarios que deben su fortuna, todos ellos, a su connivencia con el aparato político (la corrupción es un componente orgánico del sistema). Esta burguesía compradora (en el actual lenguaje político de Egipto la gente los llama parásitos corruptos) apoya activamente la inclusión de Egipto en la globalización imperialista contemporánea y es aliada incondicional de Estados Unidos.
Esta burguesía tiene en sus filas a muchos generales del ejército y la policía, a civiles vinculados con el Estado y el partido gobernante (Nacional Democrático), creado por Sadat y Mubarak, a religiosos (los líderes de los Hermanos Musulmanes y los jeques de Al-Azhar, todos ellos multimillonarios). Ciertamente, todavía hay burguesía compuesta de pequeños y medianos empresarios activos. Pero éstos también son víctimas del sistema de extorsión creado por la burguesía compradora, y están con frecuencia reducidos a la condición de subcontratistas dominados por los monopolios locales, que a su vez son correas de transmisión de los monopolios extranjeros. En el sector de la construcción hay un principio casi universal: los «grandes» consiguen las adjudicaciones de obras, que luego subcontratan a los «pequeños». Esta burguesía de empresarios emprendedores ve con verdadera simpatía el movimiento democrático.
La vertiente rural del bloque reaccionario no es menos importante. Se compone de campesinos ricos que han sido los principales beneficiarios de la reforma agraria nasserista, y que sustituyeron a la antigua clase de los grandes terratenientes. Las cooperativas agrícolas creadas por el régimen nasserista asociaban a los pequeños agricultores y los campesinos ricos, con un funcionamiento que beneficiaba principalmente a éstos. Sin embargo, el régimen tomaba medidas para limitar los posibles perjuicios a los pequeños agricultores. Más tarde, estas medidas fueron abandonadas por Sadat y Mubarak, por recomendación del Banco Mundial, y el campesinado rico aceleró la desaparición de los pequeños agricultores. Los campesinos ricos siempre han sido una clase reaccionaria en el moderno Egipto, y ahora lo son más que nunca. También son el apoyo principal del Islam conservador en el campo y, a través de su estrecha relación (a menudo familiar) con los representantes del aparato del Estado y la religión, (Al Azhar es el equivalente de una iglesia musulmana organizada) dominan la vida social rural. Además gran parte de las clases medias urbanas (no sólo los oficiales del ejército y la policía, sino también los tecnócratas y profesionales) han surgido directamente del campesinado rico.
Este bloque social reaccionario dispone de instrumentos políticos a su servicio: el ejército y la policía, las instituciones del Estado, un partido político privilegiado –el Partido Nacional Democrático, creado por Sadat, y partido único de facto–, el aparato religioso (con su centro en Al Azhar) y las corrientes del Islam político (los Hermanos Musulmanes y los salafistas).
La ayuda militar concedida por Estados Unidos al ejército egipcio (1.500 millones de dólares anuales) nunca estuvo destinada a fortalecer la capacidad defensiva del país, sino, al contrario, a aniquilar este peligro mediante la corrupción sistemática, no sólo conocida y tolerada sino también apoyada de manera positiva, con auténtico cinismo. Esta supuesta ayuda ha permitido a los oficiales de más alto rango apropiarse de grandes sectores de la economía egipcia compradora, hasta el punto de que en Egipto se habla de la sociedad anónima-militar (Sharika al geish). El mando del ejército que ha tomado la responsabilidad de dirigir el período de transición no es por lo tanto neutral, aunque haya tomado la precaución de parecerlo, al desvincularse de la represión. El gobierno civil a sus órdenes (cuyos miembros han sido nombrados por el alto mando), integrado en parte por hombres del antiguo régimen elegidos entre las personas de más bajo perfil, ha tomado una serie de medidas perfectamente reaccionarias para frenar la radicalización del movimiento.
La «Primavera Árabe» se inscribe en esta realidad. Se trata de revoluciones sociales potencialmente portadoras de la cristalización de alternativas que pueden inscribirse a largo plazo en la perspectiva socialista. Es la razón por la cual el sistema capitalista, el capital de los monopolios dominantes a escala mundial, no puede tolerar el desarrollo de esos movimientos. Dicho sistema movilizará todos los medios posibles de desestabilización, desde las presiones económicas y financieras hasta la amenaza militar. Apoyará, según las circunstancias, bien las falsas alternativas fascistas o pseudofascistas o bien la implantación dictaduras militares. No hay que creer una palabra de lo que dice Obama. Obama es Bush pero con otro lenguaje. Hay una duplicidad permanente en el lenguaje de los dirigentes de la tríada imperialista (Estados Unidos, Europa occidental, Japón).
La revolución tunecina dio el pistoletazo de salida y ciertamente envalentonó mucho a los egipcios. Por otra parte el movimiento tunecino cuenta con una auténtica ventaja: el «semilaicismo» implantado por Burguiba sin duda no podrá ser cuestionado por los islamistas que regresan de su exilio en Gran Bretaña. Aunque al mismo tiempo el movimiento tunecino no parece estar en condiciones de cuestionar el modelo de desarrollo extravertido inscrito en la globalización capitalista liberal.
Libia no es Túnez ni Egipto. El bloque en el poder (Gadafi) y las fuerzas que combaten contra él no tienen ninguna analogía con lo que hay en Túnez y en Egipto. Gadafi siempre ha sido un títere cuyo pensamiento encuentra su reflejo en su famoso Libro Verde. Al actuar en una sociedad todavía arcaica, Gadafi podía permitirse discursos –sin gran alcance real- sucesivamente «nacionalistas y socialistas» y después, al día siguiente, adherirse al «liberalismo». Lo hizo «¡para complacer a los occidentales!», como si la elección del liberalismo no tuviera efectos en la sociedad. Sin embargo los tuvo y en general agravó las dificultades sociales para la mayoría. Entonces ya estaban dadas las condiciones para la explosión que conocemos, inmediatamente aprovechada por el Islam político del país y los regionalismos. Porque Libia nunca existió realmente como nación. Es una región geográfica que separa el Magreb y el Mashreq.
 
Los componentes de la revuelta en Siria hasta ahora no han dado a conocer sus programas. Sin duda la deriva del régimen baasista, alineado al neoliberalismo y singularmente pasivo frente a la ocupación del Golán por parte de Israel, está en el origen de la explosión popular. Pero no hay que excluir la intervención de la CIA: se habla de grupos que han penetrado en Deraa procedentes de la vecina Jordania. La movilización de los Hermanos Musulmanes, que ya estuvieron hace años en el origen de las insurrecciones de Hama y de Homs, quizá no es extraña al complot de Washington, que se dedica a acabar con la alianza Siria/Irán, esencial para el apoyo de Hizbulá en Líbano y de Hamás en Gaza.
En Yemen la unidad se construyó sobre la derrota de las fuerzas progresistas que habían gobernado el sur del país. ¿El movimiento se rendirá ante esas fuerzas? Por esta razón se comprenden las dudas de Washington y del Golfo. En Barhéin la revuelta ha abortado por la intervención del ejército saudí y la masacre, sin que los medios de comunicación dominantes hayan encontrado nada que decir.