miércoles, 13 de octubre de 2021

SEGUNDA GUERRA DE MARRUECOS: LA GUERRA DEL RIF

En mayo de 1921 habría podido considerarse, mediante el expediente de examinar un mapa militar, que España controlaba la totalidad de su protectorado en Marruecos. No sólo eso. La ocupación había sido relativamente rápida y casi incruenta. Algunos territorios, como la bahía de Alhucemas, escapaban a su control, pero en apariencia todo indicaba que por poco tiempo. Sin embargo, los errores cometidos por Silvestre no eran de escasa envergadura. No sólo no había desarmado a las tribus rifeñas considerándolas pacíficas y sometidas, sino que además, precisamente por confiar en los rifeños, sus líneas de abastecimientos y la disposición de los blocaos se habían llevado a cabo de manera deficiente y descuidada. Sin embargo, no toda la responsabilidad, a pesar de ser considerable, recaía en Silvestre. La tropa estaba mal pagada, mal alimentada, mal atendida sanitariamente y mal equipada, y la culpa correspondía a los políticos, que, por razones diversas, no estaban dispuestos a aumentar los gastos militares a pesar de la necesidad de adoptar esa medida por razones de seguridad y de fidelidad a los compromisos internacionales suscritos por España.

Finalmente, los propios rifeños no eran dignos de confianza y se regían por una escala de valores en la que la mentira, el desprecio por la palabra dada y el engaño se consideraban legítimos, especialmente si se dirigían contra los infieles. Así, cuando a finales de mayo de 1921 una delegación de los Temsamam compareció ante el cuartel general de Silvestre solicitándole que cruzara el río Amerkan y estableciera una posición en la colina de Abarran, en pleno territorio temsamamí, los moros no estaban intentando establecer buenas relaciones, sino conducir a los españoles a una celada fatal. El 1 de junio, un destacamento español llegó a Abarran, fiado en las palabras de los temsamamíes. Ese mismo día, los miembros de la policíanativa dirigieron sus armas contra los españoles y, en unión de otroscabileños, mataron a ciento setenta y nueve de los doscientos cincuenta que formaban el destacamento. Por si fuera poco, antes de concluir el día, los moros asaltaron Sidi Dris, una base costera española, causando un centenar de bajas antes de retirarse.

Las noticias de los dos ataques provocaron la alarma de Berenguer, que salió de Ceuta para reunirse con Silvestre. El 5 de junio, ambos mandos se entrevistaron, pero Silvestre insistió en que se trataba de episodios aislados que en nada debían afectar el ritmo de las operaciones. Berenguer era de opinión muy distinta, y dictó órdenes tajantes en el sentido de que no se prosiguiera el avance en el Rif hasta que el Yebala fuera sometido. Si el general Silvestre hubiera obedecido las órdenes aún se podría haber conjurado el desastre. Sin embargo, desoyéndolas, inició la construcción de una base de apoyo en las colinas de Igueriben, unos 5 kilómetros al sur de Annual, aquel mismo 5 de junio.

Por su parte, Abd el Krim no había permanecido pasivo durante estos días. Tras afirmar ante sus correligionarios que «España [...] sólo quiere ocupar nuestras tierras para arrebatarnos nuestras propiedades, nuestras mujeres y hacernos abandonar nuestra religión», lanzó un llamamiento a la guerra santa. A decir verdad, España no tenía la menor intención de privar a los rifeños ni de sus tierras, ni de sus esposas ni de su religión. Sin embargo, Abd el Krim, que sabía que ésa era la práctica habitual entre los musulmanes desde hacía siglos, posiblemente llegó a la conclusión de quelos españoles se comportarían de manera parecida y lo mismo sucedió con los que lo escuchaban. A éstos no se dirigió como miembros de una nación, sino como musulmanes, una circunstancia que, al fin y a la postre, los mantenía unidos por encima de cualquier otra consideración.

El 17 de julio de 1921, Abd el Krim, al mando de los Beni Urriaguel, y con el apoyo de los Temsamam, Ammart, Beni Tuzin, Gueznaya, Targuist y Ketama, lanzó un ataque sorpresa sobre la totalidad de las líneas españolas. Berenguer tardaría dos días en saber lo que estaba sucediendo, y aun entonces fue en forma de lacónicos telegramas de Silvestre en solicitud de ayuda. Igueriben no tardó en quedar sitiada, y a pesar de que era obvio que no podría resistir, el oficial al mando, el comandante Benítez, se negó a capitular ante los moros. Sin suministros ni agua, Benítez y sus hombres combatieron heroicamente llegando a beber vinagre, colonia, tinta y, al final, la propia orina endulzada con azúcar. Igueriben cayó finalmente y todos sus hombres fueron pasados a cuchillo por los musulmanes. A partir del día 21, el mismo Annual fue objeto del ataque de Abd el Krim. La caída de Igueriben, después de que una columna enviada en su socorro tuviera que retirarse tras perder ciento cincuenta y dos hombres en dos horas, y la preocupante ausencia de municiones, decidió a Silvestre a optar por el repliegue.

El 22, a las cinco menos cinco de la mañana, anunció por telegrama su intención de marchar hacia Ben Tieb y, acto seguido, ordenó la retirada general. Ésta no tardó en convertirse en una desbandada bajo el fuego de los moros, que diezmaron a los españoles. Silvestre, el coronel Morales y el resto de la plana mayor perecieron y Abd el Krim se complacería en lucir la cabeza del general durante todo el camino hasta Tetuán.

La noticia del desastre sufrido por las fuerzas españolas en Annual corrió como un reguero de pólvora y, de manera inmediata, las cabilas se sumaron a la guerra santa contra los infieles. Se produjo así una espantosa retirada en la que los escasos supervivientes intentaban llegar a Melilla mientras los moros pasaban a cuchillo y torturaban a los heridos, a los enfermos y a la población civil atrapada en aquella pesadilla. No había cuartel para los infieles, y así los ocupantes de las posiciones de Buy Meyan, Izumar, Yebel Uddia, Ulad Aisa, Dar Hacs Busian y Terbibin fueron asesinados. En Dar Quebdana, el comandante pactó la rendición con los musulmanes, pero en cuanto se vio reducido a cautividad, tanto él como sus hombres fueron descuartizados entre gritos de júbilo de los moros. No fue mejor el destino que esperaba a las fuerzas acantonadas en Timyast, Sidi Abadía, Kandusi, Buhafora, Azur, Isfahen o Yart el Bax. Ni siquiera las fuerzas marroquíes al servicio de España dejaron de participar en aquella carnicería de infieles.

El general Navarro, segundo de Silvestre, que se había trasladado a Dar Drius, intentó contener el desastre, pero no tardó en comprender que la única posibilidad de supervivencia estaba en retirarse hacia Melilla. El 23 de julio había logrado replegarse hasta Batel, y cuatro días después se hallaba en Tistutin. Aún tardaría dos jornadas más en alcanzar Monte Arruit. Pocos lograron imitarle. Entre ellos se hallaban los defensores de Afrau, rescatados por unidades navales el 26 de julio, y el destacamento de Zoco el-Metala de Metalsa, que logró enlazar con las fuerzas francesas de Hassi Ouenzga tras perder dos terceras partes de sus efectivos. El 2 de agosto caía Nador, un enclave situado a unos pocos kilómetros al sur de Melilla. De esa manera quedó sentenciado el destino de Zeluán y Monte Arruit. El día 3, los moros se apoderaban de Zeluán y asesinaban a más de quinientas personas. Previamente al asesinato en masa, los mandos, capitán Carrasco y teniente Fernández, fueron atados, disparados y quemados vivos entre los aullidos de alegría de los musulmanes.

El general Navarro habría podido salvarse evacuando Monte Arruit, pero no estaba dispuesto a condenar a los heridos a una horrible muerte y decidió resistir. Finalmente, el puesto fue tomado el 9 de agosto, después de que Navarro concertara una rendición formal, pero una vez más las fuerzas islámicas no cumplieron su palabra y, tras el alto el fuego, irrumpieron en Monte Arruit perpetrando una espantosa matanza y entregándose después a una verdadera orgía de pillaje y devastación. Aunque la resistencia española había resultado excepcionalmente encarnizada, no era menos cierto que la única unidad que había logrado retirarse en orden sin dejar de combatir habían sido los Cazadores de Alcántara, al mando del teniente coronel Fernando Primo de Rivera, primo del futuro dictador, Miguel Primo de Rivera. A esas alturas, los musulmanes estaban a escasos kilómetros de Melilla.

La situación de la ciudad española era realmente desesperada. Su defensa se limitaba a mil ochocientos soldados pobremente equipados y entrenados, y además las alturas del Gurugú, que dominaban Melilla, ya habían caído en manos de los musulmanes. Para colmo, el aluvión de refugiados que había llegado a la ciudad y que había sido testigo de las atrocidades cometidas por los moros no era el mejor aliciente para la moral. De hecho, la Legión, mandada por Millán Astray y Franco, se convirtió en el único baluarte efectivo para defender la ciudad, y a esas alturas estaba más que decidida a perder hasta el último de sus hombres antes de aceptar la derrota. A mediados de agosto, las fuerzas de Abd el Krim se hallaban en los arrabales de la ciudad, pero entonces, de manera inesperada, no atacaron Melilla. Las razones de esa decisión nunca han quedado aclaradas, pero es muy posible que Abd el Krim temiera que la suma de la valerosa voluntad de resistencia de los españoles con la ausencia del elemento sorpresa pudiera resultarle desastrosa. Decidió, por lo tanto, reagrupar a sus fuerzas en el interior y antes de finales de agosto había abandonado las inmediaciones de la ciudad española.

La derrota de Annual había sido ciertamente terrible, aunque no puede ser calificada como el mayor desastre colonial de la historia europea como, con inexactitud, se afirma en ocasiones. El número de muertos, según el informe de las Cortes, fue de 13.192. A esas dolorosas pérdidas humanas se sumaban las de material militar —20.000 fusiles, 400 ametralladoras, 129 cañones...— y, muy especialmente, la aniquilación de toda la obra civilizadora de España en Marruecos. Escuelas, hospitales, dispensarios, líneas férreas, cultivos agrícolas establecidos con el sudor, la sangre y el dinero españoles a lo largo de doce años habían sido reducidos a cenizas en veinte días por las fuerzas musulmanas. Se trataba de un innegable y elocuente testimonio de lo que podría esperarse de aquella guerra santa del islam contra España.

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