miércoles, 13 de octubre de 2021

LA MATANZA DEL BARRANCO DEL LOBO

En la era del imperialismo, entre 1870 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914), los países europeos más poderosos, además de Estados Unidos y Japón, desarrollaron una política de colonización de grandes espacios en África y Asia. Británicos y franceses suscribían en 1904 la Entente Cordiale, un acuerdo de reparto de áreas de control y explotación del norte de África en el que reconocían a España un territorio de influencia. Esto se perfiló más, meses después, en el Convenio Hispano-francés y se concretó finalmente en la Conferencia de Algeciras de 1906 con la atribución de dos fajas de terreno, una al norte del sultanato de Marruecos (la zona del Rif y Yebala) y otra al sur (Cabo Juby).

En la región del Rif, habitada por tribus o cabilas bereberes, tradicionalmente beligerantes con cualquier forma de autoridad externa, existían yacimientos de hierro y plomo en torno a los cuales confluían intereses de capitales españoles, franceses y alemanes. La Compañía Española de Minas del Rif puso en producción, a partir de 1908, unos yacimientos en un área cercana a Melilla. La construcción de una línea de ferrocarril que comunicaba las minas con el puerto de Melilla, sin que existiera un acuerdo con las cabilas, fue el motivo último que desencadenó las hostilidades.

Con el beneplácito del rey Alfonso XIII, el gobierno de Maura, deseoso de recuperar algo del maltrecho prestigio internacional tras la pérdida de las colonias de ultramar en 1898, resolvió apoyar los intereses de las empresas mineras con el envío de tropas. El ejército español adolecía entonces de profundas deficiencias (armamento anticuado, pertrechos inadecuados, estructura inoperativa, formación inadecuada, desmotivación de la tropa, corrupción arraigada…), a lo que se añade la impopularidad del sistema de reclutamiento de quintas, con la posibilidad de redención a metálico, que en la práctica suponía que solo los desfavorecidos hicieran el servicio militar. La expresión “guerra de pobres” aplicada al conflicto rifeño cobra pleno sentido.

La decisión de movilizar batallones de reservistas (soldados que ya habían prestado el servicio años antes y que en muchos casos tenían ya cargas familiares) de Madrid y Barcelona para su traslado a Marruecos, en julio de 1909, agravada con la noticia de las bajas provocadas en los combates en el Rif occidental del 23 de julio, fue la causa de los gravísimos incidentes sucedidos en Barcelona del 26 de julio al 2 de agosto, conocidos como Semana Trágica, que dejaron un balance de 78 muertos, más de 500 heridos, un millar de procesados por la jurisdicción militar y cinco fusilados, además de cuantiosos daños materiales (templos, conventos y demás propiedades eclesiásticas, fundamentalmente). Unas movilizaciones que empezaron de manera pacífica y que terminaron convirtiéndose en una revuelta popular. La contienda contaba por aquel tiempo con la oposición de socialistas, anarquistas y republicanos.

La operación desplegada en la zona del Barranco del Lobo pretendía controlar los altos, el macizo del Gurugú, y proporcionar una mejor cobertura a las obras y las minas, pero la temeridad, el desconocimiento del terreno, una errónea disposición táctica y la falta de medios y preparación dieron pie a una desastrosa maniobra que causó 153 muertos y más de 500 heridos.

La opinión pública española, pues existía censura gubernativa de la prensa, no fue consciente de la magnitud de la tragedia hasta dos meses después, cuando quedo despejado el Barranco para la recuperación de los cadáveres. Alguna crónica periodística dejó entonces testimonio del dramático resultado de la acción.

La pluma no acierta a reflejar en un telegrama redactado con apremios de tiempo la intensa emoción que hemos experimentado al ver en el fondo del barranco a tanto héroe que allí encontró la muerte el infausto día 27 de Julio.

Y la emoción es aún más viva al considerar que casi todos aquellos héroes serán héroes anónimos, pues la Naturaleza, inflexible en sus leyes, no ha querido conservar de ellos la envoltura carnal, que permitiera conservar sus nombres gloriosos.

Desfigurados unos por horribles mutilaciones, en plena descomposición otros, sin armas todos, la identificación es punto menos que imposible…

No obstante, la superioridad militar del ejército español sobre las partidas rifeñas acabó por imponerse, siendo las hostilidades de menor intensidad hasta 1919. El Protectorado español de Marruecos se constituyó en 1912. Esa década resultó la de mayor rentabilidad económica para las compañías mineras, pues la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial y la demanda de mineral de hierro propició unas ganancias considerables a los capitales invertidos en la zona, vinculados a la banca, a la oligarquía financiera y algún político. Junto a estas, otro grupo, el sector africanista del ejército, permanecía interesado en el mantenimiento de la situación colonial, ya que África se fue consolidando como una vía rápida de ascenso por méritos de guerra. Además, en la práctica, la administración que prevalecía en el territorio era la militar.

Los acontecimientos reseñados de 1909 influyeron decisivamente en que tres años después, el Gobierno de José Canalejas aprobara la universalización del servicio militar, si bien se introdujo la figura de los mozos de cuota, quienes pagando podían minorar el tiempo de permanencia y obtener otras prebendas (el dinero y el privilegio mantienen siempre excelentes relaciones). No fue este el caso de Francisco Macho González, nacido en Los Corrales de Buelna en el año 1900, presente en la fotografía inédita que acompaña el texto. Paco Macho (en el centro, sentado, a la izquierda de la mancha) permaneció en la zona de Melilla cumpliendo el servicio militar por tres años, entre 1920 y 1923. Por fortuna, no fue uno de los más de ocho mil muertos que se estima se produjeron en otro gran desastre, el de Annual, cuando las harkas comandadas por Abd-el-Krim atacaron a las tropas españolas que se retiraban en desbandada, del que este año se cumple el primer centenario, y pudo regresar a su pueblo.

Así pues, mientras desde el poder y los principales medios de prensa se azuzaba un patrioterismo de bandera y grandezas imperiales, la realidad de una guerra cruel e interminable (acabó en 1927) supuso un elevadísimo coste en vidas y en recursos. El peso de la contienda en la vida del país fue considerable. La sociedad española estaba dividida entre los que apoyaban la empresa colonial y los que la criticaban, más por quiénes eran los que soportaban la sangría humana que por un componente propiamente ideológico. En este punto, la monarquía consolidó al ejército como un agente político de primer orden. De algunas de sus consecuencias posteriores parece, en ocasiones, que todavía no hemos acabado de recuperarnos.

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