martes, 17 de junio de 2025

EL ABISMO DE NIETZSCHE


En un cuarto sombrío de Basilea, donde las sombras se alargaban como pensamientos insondables, Friedrich Nietzsche escribía con una furia silenciosa. Afuera, el mundo seguía su curso: los relojes avanzaban, las campanas de la iglesia daban la hora, los estudiantes hablaban de Kant y Schopenhauer en las aulas de la universidad. Pero para Nietzsche, el tiempo había dejado de tener sentido. Había dejado la cátedra, renunciado a su puesto, al respeto de sus colegas, y se había sumergido en algo más profundo: el abismo de su propia filosofía.

Vivía solo, acompañado de sus migrañas, sus libros, y su martillo. No uno literal, claro, sino el que invocaba en sus aforismos: "Con un martillo hay que filosofar". Golpear las verdades huecas, derribar los ídolos del pensamiento occidental, desde Platón hasta Cristo.

En las noches de insomnio, cuando la morfina no surtía efecto y su cuerpo retorcido le gritaba en dolor, Nietzsche pensaba en Zaratustra. Lo veía caminando por las montañas, hablando con animales, con el sol, con las estrellas. Zaratustra no era un simple personaje: era la voz que surgía cuando el alma de Nietzsche se desgarraba buscando sentido en un mundo sin Dios.

"Dios ha muerto," había escrito. Pero no era un grito de júbilo, como muchos creían. Era un susurro trágico, la constatación de un vacío. El hombre moderno había asesinado a Dios —con la ciencia, con la razón, con el progreso— y ahora vagaba perdido, sin un centro, sin un propósito. Nietzsche lo sabía: el nihilismo no era un destino, sino un puente. Un puente hacia el Übermensch, el superhombre, el que crea sus propios valores, el que danza sobre el abismo sin caer.

Pero, ¿existía ese superhombre? ¿Era más que una metáfora, una aspiración? Nietzsche dudaba. En sus momentos de mayor claridad, escribía con una lucidez que cortaba como una cuchilla. En sus momentos de oscuridad, temía estar delirando, convertido en el bufón del mundo académico, en el loco que predicaba en el desierto.

Un día, en Turín, se acercó a un caballo maltratado. Lo abrazó. Lloró. Y cayó. La mente que había diseccionado el alma de Occidente se rompió como un cristal fino. Ya no hubo más Zaratustra, ni Genealogía, ni Voluntad de Poder. Solo cartas firmadas como "El Crucificado", enviadas a Cosima Wagner, a los filósofos de la época, a su madre, a su hermana.

Fue su hermana, Elisabeth, quien tomó el control. Lo cuidó —o eso decía— mientras publicaba sus obras, manipulaba sus textos, y moldeaba la imagen de Nietzsche para los tiempos que vendrían. Lo convirtió en profeta de un pensamiento que él nunca abrazó del todo.

Pero la verdad, como siempre en Nietzsche, era más compleja. No era un ideólogo, ni un moralista, ni un destructor por placer. Era un buscador. Un solitario. Un enfermo que quería encontrar salud en la creación, en el arte, en la música de Wagner que alguna vez amó y luego repudió.

Cerca del final, en su mente fragmentada, quizá aún escuchaba una melodía. Tal vez recordaba las colinas de Röcken, su pueblo natal, donde de niño miraba las nubes imaginando dioses antiguos. Quizá entendió, por fin, que la vida es una danza trágica, bella en su fugacidad, sin sentido excepto aquel que uno se atreve a crear.

Y entonces, el eco del abismo —ese que devuelve la voz del que se atreve a mirar— no fue silencio, sino una risa. No de burla, sino de afirmación. El eterno retorno no era un castigo, sino una prueba: ¿vivirías tu vida una y otra vez, exactamente igual, si pudieras?

Nietzsche no tuvo respuesta final. Pero dejó la pregunta. Y con ella, encendió una llama que aún arde en la oscuridad del pensamiento moderno...

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