El cuestionamiento de la españolidad de Ceuta y Melilla es un conflicto
que emergerá y se sumergirá en paralelo con el poder del sultán de
Marruecos durante más de tres siglos. A decir verdad, ambas plazas ya
habían entrado a formar parte de reinos hispánicos antes que
determinadas porciones de la península Ibérica fueran reconquistadas del
dominio islámico. Sin embargo, semejantes consideraciones carecerían de
valor para los musulmanes. Eran, a su juicio, un territorio de Allah y,
por lo tanto, no podían ser regidas por un gobernante que no fuera
musulmán. Esa diferencia sólo podría acabar cuando el no musulmán
capitulara, y hasta bien entrado el siglo XX el argumento reivindicativo
no sería tanto político como religioso.
No se estaría, por lo tanto, reivindicando un proceso de independencia
frente a un supuesto invasor cuanto la hiperlegitimidad del islam frente
a cualquier otra creencia.
Que el islam, vencido pero amenazante,
comenzara a mostrarse reivindicativo de terrenos que habían escapado a
su control e incluso, con el paso del tiempo, de tierras que nunca
habían estado bajo su poder, era secundario ya que, por definición, todo
el orbe está destinado con el paso del tiempo a convertirse en Dar
al-Islam, en territorio sometido al islam.
Partiendo de esa interpretación —bien difícil de aceptar desde la
perspectiva del Occidente civilizado— España estaba predestinada a
continuar siendo objetivo militar de las agresiones islámicas y,
efectivamente, así fue.
El primer choque de importancia se produjo en agosto de 1859, cuando los
cabileños de Anjera atacaron a las tropas españolas acantonadas en
Ceuta que habían iniciado la construcción de un reducto en las afueras
de la ciudad. El episodio se concretó en el asesinato de varios
españoles, la destrucción de una parte de lo construido y distintos
ultrajes al escudo de España. El gobernador de Ceuta exigió del caíd de
Anjera que se llevara a cabo el castigo de los delincuentes, amén del
pago por los daños materiales ocasionados. Además, el cónsul español en
Tánger recibió orden de solicitar una indemnización del sultán.
La respuesta marroquí fue la usual en estos casos, es decir, sumergirse
en un pantano de dilaciones que acabaran llevando a la otra parte al
abandono de sus exigencias. Cuando además se produjo el fallecimiento
del sultán Abderrahmán, la dilación pasó a convertirse en un
aplazamiento sine die. Sin embargo, en esta ocasión la irritación
española era considerable, y lejos de amilanarse por el comportamiento
de los marroquíes, el gobierno declaró la guerra a Marruecos en octubre
de 1859.
El estallido de las hostilidades difícilmente podía ser inmediato, y
Mulay Mohamed, el nuevo sultán, habría podido paralizar el conflicto
mediante el pago a los españoles de una indemnización más que
justificada. Sin embargo, optó por proclamar la guerra santa contra los
infieles y enviar un ejército a las órdenes de su hermano para que
atacara Ceuta.
La reacción española por segunda vez distó del amilanamiento. A la reina
Isabel II se le recordaron los términos del testamento de su tocaya y
antecesora Isabel la Católica en relación con el norte de África, y la
prensa apoyó con entusiasmo un conflicto que traía recuerdos de
anteriores victorias sobre el agresor musulmán.
Al mando del general Leopoldo O'Donnell se concentró un ejército en
Ceuta que el 1 de enero de 1860 se encaminó hacia Tetuán. En la
vanguardia servía otro militar que, al igual que O'Donnell, era de
formación liberal y que también tendría un importante papel en la
historia posterior. Se trataba de Juan Prim. Tras obtener una serie de
victorias sobre los marroquíes, las fuerzas españolas aseguraron Tetuán
en la primera semana de febrero y se dirigieron a Tánger. En paralelo,
la armada española procedía a bombardear Tánger, Asilah y Larache.
A continuación, Prim siguió ejerciendo una notable presión a través de
las colinas que circundan el Fondaq de Ain Jedida entre Tánger y Tetuán.
A finales de marzo, Marruecos solicitó la paz.
Las victorias obtenidas por las fuerzas españolas habían provocado la
inquietud de los británicos, que optaron por prestar al sultán de manera
secreta la indemnización que reclamaba España. Una potencia que hubiera
tenido un programa de expansión colonial entre sus intenciones habría
aprovechado el momento para extender su influencia sobre los territorios
ocupados durante las semanas anteriores o, al menos, para ampliar su
dominio en torno a Ceuta e imponer condiciones ventajosas al sultán.
Sin embargo, España no tenía ninguna apetencia territorial en Marruecos.
Mantuvo sus tropas en Tetuán hasta que cobró la indemnización reclamada
y, acto seguido, las reembarcó rumbo a la Península.
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