miércoles, 2 de marzo de 2011

EN BENGASI

 
 
En Libia, la revolución se hecho más dolorosa, la reacción del estrafalario dictador ha convertido la presión en una guerra cruenta en la que está masacrando al pueblo. La UE (Unión Europea) no ha reaccionado, porque no existe, es un desideratum que no tiene entidad y la ONU, ahora, tarde y mal, cuando ya los muertos y las bombas se amontonan, viene con que hay que intervenir: “Haga lo que haga, Gadafi se tiene que marchar”, dice el Secretario General de la ONU Ban Ki-Moon, y permite los ataques de una pequeña coalición de aliados con un triple propósito: Cortar la represión que ha entablado el dictador, desalojarlo del poder y propiciar la transición democrática.
 
Tal coalición euroamericana, mal llamada Comunidad Internacional, se compone de unos cuantos países que se han lanzado a la guerra, otros han dicho que vale, pero que ellos no se meten y otros han mirado a otro lado; esta oligarquía económica internacional está empeñada en que la democracia modelo yankee-europeo sea el único sistema político posible en el planeta.

Francia, con su intención de mantener una zona de influencia en el Chad y ese área de África, se ha lanzado a una aventura que, de tener éxito, finalizará con un gobierno títere, probablemente, más de EE.UU que de Francia. Unos EE.UU que parecían inicialmente remisos al ataque y unos aliados que no se veían muy unidos y que andan discutiendo si la OTAN asume el mando e interviene en la operación, a la que la Liga Árabe, Rusia y China se han opuesto; es la constante colisión de civilizaciones -no alianza-. Así, mientras observamos la ascensión de China, el poder de Occidente declina respecto a esas y otras civilizaciones, las cuales intentan, y ya con éxito, servirse de esa debilidad para hacer de contrapoder.

Y, en estas, Zapatero, el del “no a la guerra”, se precipita sin reflexión y sin la autorización del Parlamento, e implica a España en esa guerra de derribo de Gadafi. Aquel se pegó a Bush, Este, a Sarkozy, para salvar la fuente del petróleo, antes que vuele hacia otras manos. Ha ofrecido soldados, barcos y aviones españoles además de las bases de Morón y Rota, contra el payaso dictador, sátrapa sanguinario, al que le exigen dejar el poder y salir fulminado sin más iniciativa y sin vuelta atrás.
 
De nuevo, ZP –con cinco millones de parados y las arcas en ruina- nos pone en el punto de mira del terrorismo islámico; los talibanes han condenado el ataque aliado contra Libia por considerarlo una ofensiva “aventurera”, una injerencia de las potencias occidentales en los asuntos internos del país. ¿Dónde están los titiriteros de la “zeja”, los pseudointelectuales que jaleaban contra la guerra de Irak y que hoy, hipócritas, van danzando con un “sí a la guerra” en Libia?

El Vicario Apostólico de Libia, Mons. Martinelli, mostrando su oposición a las acciones militares, pues “la guerra no resuelve nada”, ha defendido que se debió dar una oportunidad a la vía diplomática, para resolver la crisis pacíficamente; “es necesario que cesen las armas y se inicie de inmediato una mediación”, dijo. Esta es la postura que tenía que haber adoptado el PP.
 
Aunque la caída de un tirano siempre es deseable, si con ello no llega otro peor, cosa harto posible en esa sociedad; la intervención de las democracias occidentales a favor de las libertades en los países con regímenes totalitarios debe ser continua y con todas ellas sin distinciones. Gadafi es ya un perdedor cuyo destino está sellado no sólo por su presente sino por su pasado, lo sensato es acabar cuanto antes con el tirano; esa será la voluntad de Sarkozy, y probar que Francia tiene condición de potencia mediana, pero feroz.

El terremoto de Japón ha alterado, dicen, el eje de rotación de la tierra y su masa. Hay quienes creen, que la historia de las civilizaciones también ha tenido un vuelco en su devenir. Un Japón en dificultades y una Europa demográficamente caduca, en declive e invadida por esa civilización extraña que es el Islam abren las velas a otros rumbos y otros puertos. Aún grita Catón su “Delenda est Cartago”.     

Ha pasado un año desde que una grabación con teléfono móvil expusiera una de las últimas humillaciones a las que fue sometido Muamar el Gadafi antes de morir. Decenas de vehementes guerrilleros celebraban la captura del coronel en la ciudad de Sirte, tras varios meses de una cruenta guerra civil. Tres días después, ante un público mucho mayor, las nuevas autoridades libias festejaban en Trípoli el renacimiento de un país, que en doce meses ha conseguido borrar cuatro décadas de una enfermiza dictadura, pero que aún está lejos de esa ansiada libertad.

Lo que ocurrió aquel 20 de octubre todavía hoy es un misterio. Los líderes del Consejo Nacional de Transición informaron entonces de que una bala perdida acabó con la vida de Gadafi, una explicación que nunca gozó de demasiada verosimilitud. Un informe de Human Rights Watch (HRW) sugiere estos días que el dictador fue torturado hasta la muerte después de su captura, junto al hijo del coronel, Mutasim Gadafi, y otros 66 guerrilleros fieles al régimen, que fueron también ejecutados.
El fin de la guerra no pudo ser sino violento, pero el cese de los combates no consiguió frenar las atrocidades. Las milicias que lucharon contra Gadafi se han cobrado venganza y han conseguido imponer la ley que marcan las armas, por lo que acabar con estos crímenes constituye el principal reto para las nuevas autoridades, según HRW. El ataque que se produjo hace un mes contra la embajada estadounidense en Bengasi, en el que murió el embajador norteamericano Chris Stevens, supuso un importante punto de inflexión en esta tarea.

Las autoridades libias respondieron con un ultimátum a las milicias para que abandonaran las armas, ofreciéndoles la posibilidad de integrarse en las fuerzas regulares. Una oferta que ha fracasado durante todo este año, debido a que miles de rebeldes han rechazado desvincularse del amparo de las brigadas. Ni siquiera se conoce realmente cuál es el material bélico en la clandestinidad, ya que gran cantidad de ese armamento fue robado a las Fuerzas Armadas de Gadafi, que nunca consiguió formar unas tropas sólidas pero sí un potente equipo.

También persisten algunos remanentes armados del antiguo régimen, como los que esta semana han sido asediados en la ciudad de Bani Walid por otras milicias vinculadas al Ejército actual. El poder de estos grupos, entre los que podría haber elementos yihadistas, preocupa a Estados Unidos, que ha aprobado la entrega de una ayuda económica a Libia para apoyar el desarme. Tanto la Casa Blanca como las autoridades libias sospechan que el ataque a la sede consular norteamericana fue obra de un grupo vinculado a Al Qaeda infiltrado en el país.

Parálisis política
La acción de las autoridades se ha visto frenada por su propia debilidad. Hace sólo una semana que el exdiputado independiente Ali Zeidan se convirtió en el nuevo primer ministro, sustituyendo a Mustafa Abu Sagur, que fue cesado un mes después de alcanzar el cargo ante su incapacidad para nombrar un Gobierno. Hasta ahora la única institución que los libios han conseguido formar el Consejo Nacional General, una cámara interina que debe elegir a los 60 representantes que redactarán la nueva Constitución.

La Alianza de Fuerzas Nacionales, una coalición formada por grupos considerados liberales y proocidentales, se impuso en estas elecciones a la marca política de los Hermanos Musulmanes en Libia. Aunque el sistema electoral, que otorga 120 escaños para candidatos independientes y 80 para los grupos políticos, limita que el poder recaiga en una fuerza hegemónica clara.
Hace unas semanas quien actuara como primer ministro del bando rebelde durante la guerra civil, Mahmoud Jibril, reconocía en una entrevista con El Confidencial que “en Libia no hay un Estado”, por lo que la reconstrucción del país será muy distinta al caso tunecino o egipcio, donde sí que existían unas instituciones. Jibril apostaba entonces por integrar a todos los grupos -incluidos “elementos terroristas, si los hubiera”- para garantizarles el futuro que hasta ahora nadie les ha ofrecido.

El poder omnímodo que concentró Gadafi ha dado paso a un vacío absoluto, que no ha sido capaz de resolver las grandes cargas que deja el legado del dictador. Su hijo, Saif al Islam, encarna a la perfección esa responsabilidad. El preferido del coronel continúa arrestado en la ciudad occidental de Zintan, ante el rechazo de los guerrilleros a entregarlo a La Haya y el empeño de los libios en juzgarlo en su propio territorio. También el Gobierno interino se ha mostrado desbordado ante el reto de cohesionar un territorio antes unido por la fuerza y ahora agitado por las reivindicaciones territoriales e incluso por la insumisión de las regiones más levantiscas como la Cirenaica, que llegó a amagar con su independencia.

Libia trata de reinventarse, después de haber vivido 42 años bajo el yugo del histriónico coronel. Arrasaron sus palacios, destruyeron sus megalómanos monumentos, cayeron sus estructuras y hasta cambió la enseña nacional, pero nadie ha conseguido abanderar el cambio. La producción de petróleo alcanza niveles similares a los registrados antes de la guerra, aunque Libia tiene ante sí el reto de garantizar la seguridad en su territorio y recuperar las inversiones. Pero hasta ahora quienes han dominado el país han sido los que se han mantenido al margen del Estado.
 
 

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